domingo, 26 de julio de 2015

Para empezar esta semana. Mirá.

ü  Este mes pudiste pagar todas las cuentas. No te hizo mucha gracia, pero lo hiciste.
ü  Te cuestionás, dudás, pensás, rumiás sobre lo que te pasa. A veces te sentís mal:  todavía hay tiempo para crecer.
ü  Tenés un trabajo. No importa cuántas horas ni cuánto ganás pero podés comer algo, dormís sobre algo, te vestís con algo. Tenés un lugar donde vivir.
ü  Tenés un poco de tiempo para hacer algo que te gusta, aunque sea pedir un delivery desde el sillón mientras mirás tele.
ü  Podés elegir qué comer. No comés para sobrevivir.
ü  Tenés un par de amigos, no muchos, un par que te importan y a quien vos les importás.
ü  Podés viajar en subte o bondi o tomarte un taxi o un café por ahí.
ü  No sos la misma persona que eras hace un año. Y para bien o para mal te das cuenta.
ü  Quizá fuiste al cine la semana pasada o te compraste un libro que te gustaba o fuiste a comer con amigos.
ü  Abrís el placard y hay ropa.
ü  Te das cuenta que algo no está bien en tu vida pero todavía no sabés qué es.
ü  Si pudieses mirar para atrás y hablar con vos cuando eras más chico te dirías “Pude, sobreviví. Todo está bien”.  
ü  Dejaste un par de relaciones en el camino.
ü  Te pasaron cosas terribles.

ü  Todavía hay cosas que te interesan, no sé, leer, ir al cine, ver series, querer aprender a cocinar, a tocar un instrumento. 

domingo, 19 de julio de 2015

Un relato (largo) diferente


Cuando leí este tablero esta mañana o ayer no vi la palabra niños, no la vi para nada, pero comenzaron a agolparse en mi mente todas las palabras que quería escribir en esta columna. Yo tomé un curso de cuentacuentos durante dos años y  les voy a contar todo lo que me enseñaron los cuentos como adulto.

Como dice el tablero, aprender a contar cuentos ayuda a desarrollar el lenguaje, y para llevar agua a mi molino de coach, como somos seres lingüísticos los cuentos nos permiten  observar las palabras que usamos, las que elegimos, el lugar desde donde contamos, las que nos cuestan mucho o poco. Un cuento estimula tu fantasía porque cuando lo preparamos, entramos en otro mundo, nos alejamos un poco del propio –que va perdiendo importancia, para meternos en ese mundo del cuento con lo propio. Trabajar con la memoria también nos saca de nuestro relato actual, de lo que “nos” estamos contando en ese momento que vamos a la clase. Lo que sabemos de nosotros es también un cuento, es nuestra historia y nosotros somos el personaje central. ¿Qué palabras estamos eligiendo para contarla? ¿Y qué pasa con la expresión, con el cuerpo? Nuestra pequeña clase fue el escenario obligado para probar expresiones, emociones, corporalidades; verlas en los compañeros o escuchar cómo nos ven en las devoluciones. Un cuento nos ayuda a revisar la corporalidad despacito y en un espacio de confianza, mientras contamos con toda la vergüenza o con toda la pasión. ¿Tendremos la misma corporalidad en nuestra vida diaria? ¿Qué pasa con las devoluciones u opiniones de los demás? Otra vez, ¿alguna semejanza con la vida diaria?

Todo este ejercicio nos permite tomar una buena perspectiva y ver otras posibilidades mientras se va “haciendo más lugar” en nuestra atribulada (a veces) mente.

Si no saben qué hacer, si no encuentran un curso que los apasione, si necesitan alguna forma de expresión y como yo, todavía no pueden con el teatro, elijan un curso de narración oral. ¿Por qué? Porque contar cuentos también nos va a ayudar a contar nuestra propia historia. Hay “contadoras” en todas las localidades, solo hace falta “echar a rodar la palabra” para que aparezcan.

Este es mi humildísimo homenaje a mis maestras, Viviana García y Elisa Vázquez de La Manzana de las Luces y al impresionante puñado de compañeras y amigas que conseguí que me mostraron todos mis costados –reales e imaginarios.


Si somos adultos más integrados, quizá podamos contarnos mejores historias y por supuesto podremos contar mejores cuentos a nuestros hijos, a nuestros nietos, a nuestros amigos. 

domingo, 12 de julio de 2015

¿Ya pasó?

¿Cómo es el pasado, no? Siempre ahí, como un aguijón que no termina nunca de expulsar todo el veneno.  Por más que lo intentemos siempre salta en una imagen, en una foto que pasa como una ráfaga por nuestra memoria, en un recuerdo. 

A veces escucho su presencia constante en la conversación como una prenda que no nos queremos sacar. 

Lo que NO escucho nunca es ¡Qué suerte, ya pasó! Estaría bueno que dijésemos esto, ¡Ah, ya pasó! Y quizá podríamos aprender a respirar y en un gesto simbólico llevarnos la mano al pecho para reconocernos y encontrarnos en esa paz que supimos conseguir. 

Todo cambia, ya lo sabemos, lo decimos, lo repetimos como buenos alumnos que hemos interpretado el sentimiento de la psicología positiva... pero para el otro. 

Yo veo que el pasado se queda en la conversación y en el cuerpo.  ¡Ya pasó, qué suerte! Aprendelo. Levantá la cabeza, mirate en el espejo del presente, agradécete porque ya pasó, terminó. Te haya ido bien o no, ya pasó. No lo pienses, hacé este ejercicio, mañana que es lunes, ¡empezá de una vez!

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